John Wilmot, conde de Rochester (9)

Es posible que la parte más oscura de la obra de Rochester pertenezca a las temporadas que pasaba en la ciudad. Lady Rochester residía principalmente en Adderbury y con sus padres en Somerset, aunque visitaba de vez en cuando la corte, pues debía atender a Ana, duquesa de York. Fue en el transcurso de estas obligaciones cuando fue persuadida, con la aprobación de su marido, para convertirse al catolicismo. Tal vez Rochester pensara que esto podría serle de utilidad para sus intereses en la corte criptocatólica de Jaime, duque de York, hermano del rey. De cualquier modo, Lady Rochester no estaba tan ligada a la corte y a la ciudad como él. Al respecto, esta dicotomía ciudad-campo queda resumida en las palabras de Aubrey:

residiendo en el campo era generalmente educado. Se le escuchó decir que, en cuanto llegaba a Brentford [muy cerca de Londres] le poseía el demonio, que no le abandonaba hasta que retornaba a sus ocupaciones campestres.

Su primera hija, Anne, nació en abril de abril de 1669, estando Rochester en París, pues había sido desterrado de la corte por participar en un duelo. Según relata Pepys, el rey estaba bebiendo con otras personas en la residencia del embajador holandés, entre ellos Rochester y Thomas Killigrew, cuyo ingenio ofendió tanto a nuestro protagonista, que replicó dándole un tirón de orejas, lo que ofendió al rey, que sintió herida su dignidad por tal acto. Al día siguiente, Pepys vio al monarca caminando con Rochester, lo que sorprende al diarista, pues no consigue comprender como el rey va en compañía de semejante «pícaro», al que le habían robado la ropa y su dinero cuando estaba con una prostituta. Las peleas y el sexo, podría pensarse, eran los pasatiempos favoritos de Rochester. De hecho, durante su exilio parisino, participó en una reyerta en la ópera.

A sus vicios debemos añadir su pasión por beber. Según Burnet, Rochester había estado borracho continuamente durante cinco años, «apenas estando sobrio el tiempo suficiente para ser dueño de sí mismo», lo cual es perfectamente posible según la evidencia aportada por sus cartas y poemas de la década de 1670, que giran en torno a la borrachera y la nausea. Ningún poeta ha superado en esto a Rochester, ni siquiera hoy en día. Su elegante «Upon His Drinking a Bowl,» una versión de Anacreonte via Pierre de Ronsard, escrita posiblemente hacia finales de 1673 debido a las referencias a cuestiones militares de ese año. El poema mantiene en una especie de balance simbiótico al sexo (sin diferenciar demasiado si es con mujeres o con 2chicos encnatdores») y la bebida: «Cupido y Baco mis santos son / ojalá beber y amar reinen para siempre». Junto a estos intereses el poema rechaza interés alguno en el heroísmo militar (un irónico autodesprecio del mismo Rochester, típico de él, por otra parte) o el gran universo de las estrellas y las constelaciones.

«The Disabled Debauchee,» escrito posiblemente en 1675, compara brillantemente a un almirante retirado que observa el curso de una batalla naval con empático entusiasmo con y un futuro libertino impotente:

So, when my days of impotence approach,
And I’m by pox and wine’s unlucky chance
Forced from the pleasing billows of debauch
On the dull shore of lazy temperance[.]

Así, cuando se acercan mis días de impotencia,
Y por la desafortunada fortuna de la gripe y el vino
me veo apartado de las placenteras oleadas de libertinaje
en la aburrida costa de la perezosa temperanza.

Aunque fuera de combate por la bebida, el protagonista del poema aconseja a los jóvenes no apartarse del noble vicio.

I’ll tell of whores attacked, their lords at home;
Bawds’ quarters beaten up, and fortress won;
Windows demolished, watches overcome;
And handsome ills by my contrivance done.

Nor shall our love-fits, Chloris, be forgot,
When each the well-looked linkboy strove t’ enjoy,
And the best kiss was the deciding lot
Whether the boy fucked you, or I the boy.

Te contaré de putas atacadas, sus dueños en casa;
de burdeles asaltados y de fortalezas conquistadas;
ventanas demolidas, guardias superadas
y bellos males creadas por mi discurrir.

No serán, Cloris, nuestras peleas amorosas olvidadas,
cuando cada uno de los bellos acompañantes se fuerce por disfrutar
y el mejor de los besos sea el que decida la suerte
de que el chico te folle o que yo folle al chico.

La diaria y salvaje disipación se muestra de nuevo en «Regime d’viver», una burlona confesión sobre cómo el sexo y el vino eclipsan todo lo demás excepto, en el caso de la prostituta, al dinero.

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