A las cuatro de la mañana de 5 de agosto de 1939 llegó a Venta el camión viejo y destartalado que iba a buscar a las muchachas: Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García, Blanca Brissac Vázquez, Pilar Bueno Ibáñez, Julia Conesa Conesa, Adelaida García Casillas, Elena Gil Olaya, Virtudes González García, Ana López Gallego, Joaquina López Laffite, Dionisia Manzanero Salas, Victoria Muñoz García y Luisa Rodríguez de la Fuente,
Una a una cruzaron el portalón de madera. Aún era noche cerrada. Sólo las luces del camión y de las farolas aportaban algo de iluminación. Caminaron en silencio hasta el vehículo y subiera su parte trasera, acompañadas por la funcionaria María Teresa Igual, en representación de la prisión. Las presas iban de dos en dos, con tres Guardia Civiles escoltando a cada pareja. La madre de Virtudes González era el único familiar que se encontraba en la puerta de la prisión y pudo ver como montaban a su hija en el camión para llevarla a la muerte. Gritó «Canallas, asesinos! Dejad a mi hija!» e intentó correr detrás del vehículo hasta que cayó de bruces. Las funcionarias de las Ventas, no sabiendo qué hacer con ella, la metieron en la prisión, donde quedó ingresada.
En un cajón de la mesa de la directora de Ventas estaban las peticiones de indulto de las muchachas. Se ignora la causa por la que no fueron tramitadas, pero tampoco hubiera servido de mucho que las hubieran cursado. Sus sentencias eran un acto de venganza, y no iba a ser la primera vez que el régimen se saltara sus propias reglas formales, pues las penas de muerte quedaban en suspenso hasta recibir el «Enterado» de Franco, un formalismo que no se cumplió hasta el 13 de agosto, ocho días después del fusilamiento de las muchachas.
El trayecto fue corto, de unos 500 metros, hasta el cementerio del Este. Se vislumbraba entonces el primer albor del día cuando las condujeron hasta una tapia del camposanto habilitada como lugar de ejecución, en la que se observaba los impactos de las balas de las ejecuciones.
Las prisioneras, que esperaban poder reencontrarse en ese momento con sus maridos, novios o compañeros, sufrieron una amarga decepción, pues ellos habían sido ejecutados horas antes. Morirían solas, como antes habían hecho ellos.
Las presas de las Ventas escucharon la estruendosa descarga, que retumbó en el silencio de la madrugada, seguidos por los disparos de gracia que el jefe del pelotón de fusilamiento descargaba sobre las cabezas de las víctimas. Trece se escucharon aquella madrugada. Luego, María Tersa Igual, la funcionaria que las había acompañado, explicó que murieron muy serenas y que una de ellas, Anita, que no falleció con la primera descarga, gritó a sus verdugos «¿es que a mí no me matan?».
Sinesio Cavada, Damián García Mayoral, Francisco Rivares Cosials y Saturnino Santamaría Linacero fueron juzgados ese mismo 5 de agosto, condenados y ejecutados al día siguiente salvo por Cavada, que fue apartado del muro de ejecución y obligado a presenciar los fusilamientos, para serle ofrecida la comnutación de la pena capital y delataba a más compañeros. Pero Sinesio no podía contar nada más y fue fusilado, finalmente, el 15 de septiembre.
María del Carmen Cuesta, Ana Hidalgo, Nieves Torres, Concha Carretero y otras muchas presas sufrieron prisión por su militancia en la JSU y en el PCE, desperdigadas por penales de todo el país cuando las presas fueron enviadas a ellos para descongestionar a Las Ventas. Eso significaba dejar de ver a sus familiares durante muchos años, pues estos no tenían los medios para desplazarse a otras provincias.
Julia Vellisca, la única «rosa» que no fue fusilada, fue trasladada a la prisión de Gerona, donde, en 1942, se le comunicó la reducción de su pena a seis años y, más tarde, la concesión de los beneficios de la prisión atenuada en su domicilio.
LA dispersión de las presas no borró de la memoria la leyenda de «las menores» o «las Trece Rosas».
Y así ha llegado hasta nuestros días, olvidada por la historia oficial, pero presente en la memoria de quienes sobrevivieron a aquellos tiempos sombríos.
«Que mi nombre no se borre en la historia», pidió Júlia Conesa en la última cara a su familia.
Que así sea.