Uno de los problemas de la masificación de prisioneras fue alimentarlas. si en la calle eran tiempos de penuria, peor todavía era en la cárcel. Algunas recibían paquetes de sus familias, que hacían un tremendo esfuerzo para enviarles comida, que las receptoras repartían con otras reclusas, según una organización de comunas conocida como «familias».
Se comía una vez al día, a cualquier hora, pues la cocina, prevista para alimentar 450 personas, no daba a basto con los miles de reclusas allí encarceladas. La mayoría de los días se comían lentajas, que eran sacadas de sacos mezclados con tierra. Las hervían y así se servían. En ocasiones las lentejas eran reemplazadas por un caldo negro que se obtenía de cocer vainas de habas o por algarrobas o arroz. Hacinadas y hambrientas, devoradas por la sarna, los parasitos y la avitaminosis, las presas se llenaban de llagas que tapaban con trozos de tela que hacían las veces de vendas. Las pésimas condiciones de higiene, con los retretes llenos de excrementos y con los grifos y cisternas sin aguas sólo empeoraban la situación. Todo este sufrimiento era peor todavía en el caso de las madres con hijos, que convivían en ´prisión con ellos si no tenían nadie con quien dejarlos. El paternalismo franquista se encargó de que las embarazadas condenadas a muerte vieran postpuesta su ejecución durante 40 días después de dar a luz. Sus hijos (los que sobrevivían) iban a parar a hospicios tras el fusilamiento de sus madres. En el verano de 1939, al empezar el implacable calor madrileño, morían cada noche unos ocho niños en la cárcel de Las Ventas.
Esta era la verdadera cara de la España de Franco, «piadosa» con los vencidos… siempre que fueran readaptables a la «vida social del patriotismo».
Algunas presas disfrutaban de un régimen atenuado. Una de ellas era Pilar Parras, no por delatar, sino por su amistad con la directora. Tenía veinte años y durante la guerra había sido enfermera de un hospital de campaña en Villaconejas y en otro de Morata de Tajuña. En la cárcel entabló amistad con Ana López Gallego, una de las jóvenes del JSU, con cuyo hermano Manuel se casaría años más tarde, al ser puesta en libertad.
Y a este horror de hambre, falta de higiene, hacinamiento y enfermedad se sumaba el terror de los consejos de guerra sumarísimos. Regresar con una pena de seis años era una alegría para la condenada y sus compañeras. O incluso una de treinta años, porque habían logrado esquivar a la muerte. A las condenadas a muerte sólo les cabía esperar la magnanimidad de Franco durante las semanas, e incluso meses, que precedían a la aplicación de la sentencia. Una letra, una «C» de «Conmutada» o una «E» de «Enterado» era la diferencia entre la vida y la muerte.
La «saca» era un momento tétrico en el que la directora «cantaba» los nombres de las condenadas por toda la prisión la noche previa a la ejecución, ras lo cual eran conducidas a capilla, donde pasaban las últimas horas hasta su traslado al cementerio del Este para ser fusiladas contra sus tapias.
Los fusilamientos en este cementerio se iniciaron el 6 de mayo y se intensificaron durante junio, mes en el que fueron ejecutadas más de doscientas personas. La escasa distancia entre la prisión y el camposanto hacía que las descargas de fusilería fueran perfectamente audibles desde las celdas, seguidos por los sobrecogedores tiros de gracia. En junio sólo dos mujeres, las hermanas Manuela y Teresa Guerra Basanta, fueron ejecutadas. Fueron las primeras, la confirmación de que el franquismo no conocía piedad.
Las familias nunca eran avisadas ni de la celebración del juicio ni del fusilamiento, del que eran apercibidos varios días después, cuando acudían de visita y les daban sus ropas.
Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García, Pilar Bueno Ibáñez, Elena Gil Olaya, Virtudes González García, Ana López Gallego, Joaquina López Laffite, Dionisia Manzanero Salas, Victoria Muñoz García, Luisa Rodríguez de la Fuente, Julia Conesa Conesa, Adelaida García Casillas y Blanca Brissac Vázquez pasaron a formar parte de este mundo de desesperación. Aunque no se conocían entre sí, el destino las emparejaría como «las menores» o «las Trece Rosas».
Su destino quedaría ssllado por el asesinato del comandante de la Guardia Civil e inspector de la Policía Militar, Isaac Gabaldón Irurzun.