Vagabundo (4)

Cuando Peter y yo nos conocimos, ambos estábamos en el arroyo, sin una triste moneda en el bolsillo y muertos de hambre. Se nos unió un tercer compañero en pobreza, un pintoresco personaje dotado de un nombre tan complicado que optamos por llamarle «Ozzy».

Nunca llegué a saberlo, pero Peter encontró una manera de que los tres pudiéramos comer. Cuando me lo explicó tuve la certeza que ese día acabaríamos igual de hambrientos pero, además, con el culo pateado a conciencia. Y eso si teníamos suerte.

La idea era, de puro simple, demasiado buena para ser verdad. Vestidos con nuestras mejores ropas nos colaríamos en uno de los hoteles más caros de la ciudad y, tras comprar uno de nosotros un paquete de cigarrillos, nos dirigiríamos, con toda la tranquilidad del mundo, al restaurante del hotel, donde nos pondríamos las botas con el buffet libre. Ozzy estaba fascinado con la idea, yo algo menos, pues no me acababa de creer que fuera a ser tan fácil. Teníamos dinero para el paquete, sumando el escaso dinero en nuestros bolsillos, pero no creía que fuera a funcionar.

Pero para mi pasmo, todo salió a la perfección. Entramos, yo temblando de puros nervios y Peter, con toda su calma, se encaminó hacia el estanco del hotel, compró el tabaco, y, tras dirigirnos a la zona de fumadores, nos sentamos como perfectos caballeros y fumamos nuestros cigarrillos. Estaba tan nervioso que ni me acordaba de que no fumo, pero el humo se encargó de recordarmelo rápidamente, y nos fuimos a comer, entre las risas de mis amigos y mis toses.

Y comimos, ¡vaya que si lo hicimos! Como reyes, hasta que nuestros estómagos amenazaron con reventar. Y lo mismo al día siguiente, y así por dos semanas, hasta que nuestra fortuna nos sonrió todavía más y nos encontramos los tres camino de los Estados Unidos.

Todo empezó de nuevo de manera harto inverosímil. Entramos en el hotel como de costumbre, con la cabeza bien alta, aunque nuestros bolsillos estaban más vacíos que nunca, caminando con el aire del que posee medio mundo y está camino de comprar el otro medio. Y allí estaba Magde P, una bella dama, cerca de los cincuenta, casada, con dinero. Y era demasiada mujer para cualquiera de los tres, una mujer de mundo, que había estado en todas partes, que lo había visto todo.

En cuanto puse mis ojos sobre ella supe que era inalcanzable pero Peter no estaba de acuerdo, y, en cuanto tuvo la oportunidad, se fue a por ella… justo cuando Magde se levantó de su mesa y, con paso seguro, se cruzó con él y vino a por mí, y me hizo una pregunta trivial sobre cómo llegar a una calle, y eso nos llevó a una conversación muy animada que nos llevó a los cuatro a su mesa, donde cenamos sin dejar de hablar en todo momento.

A la hora de pagar la cuenta fue muy lista. Nunca supimos cómo, pero la cuenta estaba pagada. Ella podía pagar y lo hacía, y los tres salimos del local perplejos. Y, tras empaquetar a mis amigos con unos cuantos billetes, se despidió de ellos para marcharse conmigo a su casa. Cuando me reuní con ellos al día siguiente, entre carcajadas me felicitaron por el éxito y, cuando quise disculparme por haberles abandonado, Peter, carcajeándose, me dijo:

-¿Pero que tonterías es esa? ¿Qué ibas a hacer, dar las buenas noches, tomarte una cocacola y volverte a casa escocido de escroto para arriba? ¡Venga ya!

A los pocos días los tres teníamos compañía femenina y vivíamos sendos romances que nos parecían excitantes y aterradores al mismo tiempo, mientras ascendíamos hacia un cielo que antes parecía muy lejano, pero los cierto es que, a las dos semanas, yo estaba destrozado, porque la naturaleza ninfomaníaca estaba agotando mis inagotables reservas juveniles.

Entonces Peter hizo algo que nos llevó a cambiar de aires con urgencia.

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